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viernes, 28 de septiembre de 2007

Nam - Capítulo 1



Corría el mes de Abril de 1968, y ya la lluvia había hecho estragos a todo lo largo del río Mekong, y en especial en las riberas que circundan a Phnom Penh, capital de Cambodia; el río se desbordaba constantemente e inundaba las inmundas callejuelas dejando un rastro de barro y desperdicios que se apiñaban como torres a lo largo de las veredas.

Para los occidentales como yo, era casi imposible transitar por las estrechas calles sucias y malolientes. Pero los pequeños y harapientos habitantes de las riberas se mostraban imperturbables, y se podría decir que hasta acostumbrados a la inmundicia y hediondez reinante en su vecindario. Para ese entonces, no me mostraba muy amigable con esos "pequeños asiáticos", pues consideraba a cada uno de ellos como mis enemigos. Pero hoy, luego de tantos años ya no me importa ni pienso en ello, simplemente forma parte del pasado, de un pasado que muchos ni siquiera recuerdan y que todos quieren olvidar.

Para contarles esta historia, primero debo hablar un poco acerca de mí, y de cómo llegué al sudeste asiático, para verme envuelto en la única guerra en donde los norteamericanos debieron retirarse como perdedores.

Mi nombre es Albyn McRian y nací en Southampton, un pequeño poblado de pescadores y granjeros al noreste de Long lsland; desde muy pequeño siempre mostré mi inclinación por pertenecer a la infantería aerotransportada o mejor conocida como "Airborne".



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Recuerdo que mi padre solía llevarme a mí y al pequeño Calmon, mi hermano menor, en su vieja camioneta Ford a todos los desfiles del pueblo, y en especial al del día de los veteranos. Pero yo únicamente iba con la idea de ver a los excombatientes de las diferentes guerras, vestidos con sus gastados uniformes, mostrando gallardamente sus amarillos y relucientes botones que hacían juego con un calzado impecable.

Llevaban con orgullo las insignias y medallas que habían ganado en algún olvidado y lejano acto heróico. A veces me imaginaba por un momento estar desfilando junto a ellos, portando una gran gorra con el escudo de la infantería y tratando de llevar la marcha al compás de la música.

Después de pasar el desfile y atravesar toda la gran avenida del pueblo; me imaginaba también charlando en la taberna de Will sobre innumerables combates y anécdotas de guerra; ya que luego del desfile, mi padre siempre nos llevaba a la taberna a comer chuletas de ternera, lo cual era un lujo en nuestra familia; pero para mí, la diversión era doble, pues no me perdía ni una palabra de la conversación de los veteranos, y maldecía para mis adentros cuando era la hora de partir.

Recuerdo que en ese momento mi padre siempre decía lo mismo.

_Al, no creas ni la mitad de las historias de estos tipos, la mayoría de ellos ni siquiera disparó un tiro, los verdaderos héroes están a dos metros bajo tierra...¡sí señor!.

Después sacaba un gran cigarro del bolsillo de su gastada camisa de los domingos y lo olfateaba cual perro a su hueso, luego le daba un ligero y experto mordisco en la punta para escupirla luego en una mueca que conocía muy bien y completaba la frase mientras lo encendía diciendo.

_....Sí señor…a dos metros bajo tierra.

Se quedaba luego ensimismado y melancólico, tal vez pensando que fue el único de trece hermanos que no fue a la segunda guerra mundial, al no ser aceptado por tener una pierna tres centímetros más larga que la otra. Siempre se deprimía cuando pensaba en eso ó cuando alguien se lo recordaba, pues era tradición en la familia McRian el haber servido a la patria. Para nuestra familia era preferible haber muerto en combate que nunca haber estado en uno.

Cuando ya el tabaco se estaba terminando y el humo llenaba toda la estancia, llamaba con su voz ronca a Sally, la rolliza camarera de origen italiano, cuyo sucio delantal casi se rompía al no poder soportar el peso de sus abundantes senos, y con la mejor de sus sonrisas la halagaba comentando lo suculento de la comida.

_Algún día te llevaré a casa para que enseñes a mi mujer los secretos de la cocina.
Decía.
_No creo que tenga nada que enseñarle a la señora Mc Rian Jhon…
Agregó Sally, y continuó con un tono desinteresado.
_Pues es bien sabido que hace los mejores pasteles de la comarca...

_Oh Sally.
Dijo mi padre apagando el gran cigarro sobre el plato junto a los restos de la comida, ya fríos.
_Son los mejores… pues es la única mujer que los hace por estos lares y nadie jamás ha probado otros.
Lo cual era cierto, pero también era muy cierto que mi madre preparaba unos pasteles deliciosos, o por lo menos a mí me parecían los mejores del mundo.

Luego de su acostumbrada charla con la camarera, se levantaba perezosamente de la mesa, metía su mano derecha en el bolsillo del pantalón mientras su rostro hacía una mueca sinsinésica y extraía varios billetes de a dólar. Dejaba una buena propina, que sumado a la comida casi llegaba al sueldo de una semana; luego, y con una sola mano, cargaba al pequeño Calmon y lo encaramaba en su ancho y rojo cuello al tiempo que me guiñaba el ojo diciendo:
_Hijo, de vez en cuando hay que darnos un pequeño lujo para damos cuenta por qué trabajamos tanto.

Debido a lo abundante de la comida y al peso extra, se le notaba un poco más su cojera al caminar en dirección a la camioneta. Mientras lo hacía, iba saludando a todos los que se encontraba en la polvorienta calle rebosante de una extraña alegría; mezcla de satisfacción por la buena comida y el orgullo que sentía por nosotros, pues nadie dejaba de vernos y examinamos para verificar cuanto habíamos crecido desde la última vez que visitamos el pueblo.

Luego de eso, y ya de camino a la granja, me concentraba en recordar todas las anécdotas que pude alcanzar a oír en la taberna, y las memorizaba con la (entonces infantil) idea de poder utilizarlas algún día si me encontraba en combate, pues estaba seguro, de que en el futuro, cuando fuera mayor, me alistaría en las fuerzas armadas para así conservar la tradición de la familia McRian.

Mientras papá manejaba tranquilamente dejando una estela de polvo a nuestras espaldas, cerraba los ojos y me imaginaba combatiendo en innumerables batallas, hasta que la suave brisa y los olores silvestres del camino terminaban por convencerme de que me durmiera. Para luego despertar ya frente a la granja sintiendo el agradable aroma de los pasteles de mi madre, quien siempre nos recibía en la desvencijada puerta vistiendo su vieja y gastada bata rosa y su pañuelo siempre azul resguardando los ya canosos cabellos.


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